Instalación de Lisette Pons "Sobre la VIDA y la MUERTE" con ARTE PAPEL SEGOVIA |
COMENTARIO A “SOBRE LA
VIDA Y LA MUERTE” DE LISETTE PONS
en ARTE PAPEL SEGOVIA
LA DESAPARICIÓN
La ausencia no es el
vacío, ni siquiera la no-presencia. La ausencia es el espacio en falta, quizás
en requerimiento. La nave de Arte Papel no estaba vacía sino vaciada, el polvo
y los restos orgánicos así lo denunciaban; pese a la frialdad aséptica de tanta
amplitud de blanco cemento e industrial hierro, quedaban vestigios de una vida
que ya no estaba presente, un olvido que se resiste a marchar y es, por lo
tanto, recuerdo. Podríamos discutir si el recuerdo es o no es funcional, pero
desde luego no es industrial. Pocas cosas hay tan personales e irreproductibles
como el recuerdo.
Y de eso iba, a mi
modo de ver, el asunto. Lisette nos desnudaba allí su duelo, su pesar
intransferible. Lo hace porque sabe que en algún lugar todos somos iguales,
pero lo hace con pudor, sabiendo que somos tan distintos que nadie podría
acceder con su comprensión lo que allí se expresaba, porque cada ser humano
resolverá siempre a su manera incomunicable el tránsito hacia la muerte, ya sea
la propia o la de sus seres queridos. Sólo somos iguales ante el tránsito hacia
la muerte que nos es ajena. Tal vez por eso decía Susan Sotang que nadie
debería recurrir a un nosotros ante
el dolor de los demás. La nave no era símbolo esta vez, por connotaciones
históricas, de una industrialización de la muerte, sino que funcionaba como
contrapunto a esas connotaciones: marco ingente y universal de una muerte
concreta, personal y única.
Tal vez por eso las
fotografías eran precisamente de pequeño o tímido tamaño, como unos puntos
suspensivos en el enorme folio en blanco de la pared. O mejor, recordando esa
diminuta escritura que hacen las niñas en sus diarios íntimos como una pueril
forma de codificación. Pero en ambos casos, en la artista Lisette y las niñas
que escriben diarios (¿y es que hay diferencia?), descodificar consiste sólo en
querer ver: hay que acercarse, tiene que ser uno quien acuda a la obra, hay que
querer leer. No es ese tipo de obra que salta sobre el espectador, que se
impone, sino la que humildemente dice “aquí estoy, ven si quieres, yo soy
esto”. Y he aquí la gran diferencia entre Lisette y la niña del diario: no sé
si el pudor de la edad produce el arte, pero cuando te acercas ves que Lisette,
al contrario que la niña, no ha cesado su codificación y aún “hay que querer
leer”. Lisette ha profundizado en el sentimiento concreto y, paradojas del
arte, éste se muestra abstracto. Ha conectado con su intimidad y, paradojas de
la humanidad, ésta parece universal.
La obra (que ahora me
recuerda a las notas de un pentagrama) es una serie de fotografías con un
proceso de revelado manual en plata. Etcétera. Lo que veo son agrupaciones
mayormente ternarias de cuadros abstractos como mares tormentosos de acuarelas
grisáceas, y en cada agrupación hay un cuadro que deja adivinar una figura femenina
en la misma posición. Diríase que es una posición de espera o contemplación
(¿de la vida? ¿de la muerte? ¿cuál de las dos es la tormenta?). Y, finalmente,
la agrupación es binaria. Falta precisamente la figura. Queda en su lugar, tal
vez, la luz incontestable de una vidriera que hace esquina en la nave. No sé si
la figura dobló esa esquina o se fundió en la luz. Sólo sé que esta exposición
no me habla del vacío, ni siquiera de la ausencia (porque la misma exposición
trae al “presente” la ausencia), sino de la desaparición. ¿Y qué es
“desaparecer”? Desde luego no es ausentarse, sino sólo hacerse invisible. Tal
vez por eso aquí sólo verá el espectador que quiera ver: porque se hace visible
lo invisible, y eso, claro está, no lo ve cualquiera.